Sr. López
Se hace política para ganar el gobierno y se gobierna para conservar el gobierno. Ese es el juego del poder; el que gana, pudo, porque podía; el que pierde, no pudo, porque le faltó poder. Patria, nación, pueblo, libertad, justicia, régimen de derecho, bien común, sociedad de bienestar, socialismo, capitalismo, democracia, división del poder y mandato popular, son escenografía, vestuario y diálogos del teatro del poder.
Hay quien nace para eso, para el poder, como quien nace para el piano o la cocina y hay a quienes la sola mención de la política les descompone el estómago. Cada quien.
Al mero principio, la pura fuerza física para blandir la macana más grande, era el pase al liderazgo de la caverna. Pero la maldición de la inteligencia complica todo, como en la gastronomía: de la carne cruda y las hierbas, a las ensaladas con vinagre balsámico y el paté de foie; de comerse el pájaro con todo y tripas, al canard à l’orange; del garrote mayor (el cetro de ahora), a los procesos electorales; como del más bestia cavernario quedándose con la mejor chuleta del mamut, al cálculo del ISR, el IVA y la evasión fiscal. Del macanazo en la nuca al fraude electoral, de la voluntad divina a las elecciones. Y superado el cuento de los recados de parte de Dios, las leyes y con las leyes las trampas (y los abogados, menos mal).
Mientras llegó a mandón de la caverna el más fuerte o después a rey de un país el más apto, la cosa marchó pero (todo lo complicamos), se inventaron las dinastías y llegaron al poder unos cuyo único mérito era ginecológico, no el guerrero más bravo ni el tipo más vivo, sino el hijo del mandamás.
En México pasamos de jefes de tribu antropófagos a lejanos reyes representados por virreyes, cada uno con su camarilla de validos y funcionarios rapaces. Luego nos independizamos y nos instalamos unos buenos años en el despelote y el bandolerismo.
Sin mucha idea de qué era eso de gobernar -los que sabían, regresaron a España, se fueron a su casa o los fusilaron-, ya muy dueños y señores de nuestra tierra, nos dedicamos a equivocarnos, copiando mal -de la mano de los masones-, el modelo yanqui y nomás por darle un disgusto a los peninsulares y los católicos, nos declaramos laicos y federación, sin entender cómo se yanta eso (a la fecha), y así, muy libres, tuvimos al frente del gobierno al audaz de cada momento, desde el simpático pillo Santa Anna, hasta dos emperadores bobos, Iturbide que fusilaron y don Max que acá perdió todo, dinero, mujer y vida, porque también lo fusilaron nomás porque Juárez andaba de malitas.
¡Ah, Juárez!… si Juárez no hubiera muerto ahorita su biografía estaría en el mismo apartado que la de Porfirio Díaz, el de los dictadores, pero falleció de un oportuno infarto y don Porfirio salvó la historia del país, porque nuestro siglo XIX iba de dar pena ajena.
Díaz nos puso en el mapa del mundo, nos limpió el prestigio y por primera vez hubo un real gobierno y gobernabilidad, aunque a precio de sangre, gobernando como el momento exigía gobernar: mano dura, honestidad a palos y mintiendo como bellaco: muy federal, pero con el poder en un puño, muy demócrata pero trampeando siempre para seguir montado hasta que lo arrolló la realidad siempre tan terca.
Y de repente, empezado el siglo XX, otra vez con el país chapaleando sangre y en su tradicional jolgorio de atrocidades, del norte llegaron los que de sopetón nos injertaron un régimen que hizo que el mundo hablara del milagro mexicano. Sin avisar, tan de sorpresa como sacarse la lotería, tuvimos orden, progreso, menos hambreados, menos niños muertos, más viejos, más escuelas, hospitales y hasta industria nacional, con la novedad de un partidazo hegemónico que en lugar de dar el poder a una persona, lo patentó para una clase política que se quedó con él, no lo soltó y ponía presidentes por seis añitos y ni un minuto más
y funcionó, reeditando la mano dura, las trampas a la democracia, al federalismo, al laicismo y a todo, que esa maquinaria política no tuvo una verdadera ideología y le cabía todo sin quejumbres (único caso en la historia de una figura política vacía). El PRI fue un regulador de pasiones y un distribuidor de poder. Aplauso de foca.
Pero no era para siempre: se agotó el modelo en poco más de 35 años y de montar al más apto, pasamos a una variante de los inmerecidos herederos del poder hasta que todo se derrumbó en el 2000 y llamamos a ese colapso, transición democrática, siempre edulcorando la realidad.
Luego y nomás por puntada, como queriendo calar que de veras se respetaba el voto, regresamos el PRI al poder con unos priistas que de priistas tenían lo que la Pelangocha de Miss Mundo. Papelazo. Decepción general.
Y ahora el asunto no está tan fácil, pero por la razón inversa a lo que está a la vista. Llegó al poder un líder con arrastre propio, un señor que sí ganó sin el apoyo de ningún aparato oficial
¿y?… y nada, que después de haber abjurado de su pasado priista, después de maldecir todo el pasado reciente del país, con disimulo pero sin pudor, ha resultado ser un ejemplar del viejo PRI que se creía extinguido.
Cree el actual Presidente y algunos de su camarilla, que se pueden aplicar las fórmulas de antaño y eso no funciona en la vida y menos en política. Encima, la relación con los Estados Unidos, ahora, tiene respaldo legal, ya no es la amenaza de la fuerza, es la fuerza de los tratados. Creen que pueden resucitar las viejas prácticas y políticas del PRI de hace 50 años. Mala apuesta. A ver cómo les va.
Y prueba de sus sueños tricolores es su empeño en la consulta que se celebró ayer (cuyo resultado desconoce este menda al escribir esta Feria), pero sea cual sea, será usado para intentar imponer una nueva hegemonía electoral. Peor apuesta. Se distraen sin recapacitar en que la verdadera prueba de su inhabilidad para gobernar es la inseguridad, la delincuencia desaforada.
Mal gobiernan y están soñando con 500 pasteles nomás para ellos, como el cochinito que soñaba que era un rey.