SR. LÓPEZ
No la masa campesina, no la horda de trabajadores informales que en la calle ganan a brazo partido el medio pan de cada día, tampoco los obreros ni los asalariados pobretones especializados en comprimir necesidades y estirar dinero. Ellos no, pero desde el clase mediero experto en endeudarse y comprar pirata, hasta los que por mérito propio o heredado, carecen de carencias y no entienden el significado de la palabra exceso, estos, no todos pero no pocos, sin darse cuentan conforman una nueva subespecie humana.
Efectivamente, en México y buena parte del mundo, en las últimas décadas se gestó un modelo urbano de ser humano del todo ajeno a los viejos estereotipos: patria y prójimo, honor y virtud, decencia y compromiso, ya son palabras bufas de probada inutilidad.
Los integrantes de ese sedimento social, agnósticos con tendencia a la acumulación de bienes (y males) materiales, rinden culto al cuerpo, reverencian la fama y adoran al dinero como verdadero don del nuevo Prometeo, garante de una vida muelle, plena de satisfacciones y cuando se les presenta el infortunio, antes que recurrir a creencias que comprometen la conducta personal y la relación con los demás, acuden a la más tosca espiritualidad de manual de autoayuda, a neosupersticiones ateas o buscan la luz.
Los no todos pero sí muchos que forman ese segmento de egoístas ilimitados cuyo hábitat es la frivolidad, embozan su esterilidad social con una ramplona conciencia ecologista, que excluye a los pobres, por supuesto, pues no están en peligro de extinción; hacen la hipócrita apología de su lozana moral que se agota en no dañar a los demás, descartando ayudar a nadie o exigirse nada a sí mismos; predican todo lo que sea políticamente correcto pregonar, incluido el extraño derecho femenino al asesinato selectivo, que eso es el aborto libre mientras asesinar sea matar con alevosía y seleccionar sea elegir, escoger a alguien para un fin, en este caso matar al que incomode y no tenga más de cierto número de semanas de vida, sin consecuencias y como acto encomiable que prueba cuanto se ha avanzado desde los tiempos en que abortar era una trágica decisión inevitable en algunos cuantos casos siempre lamentables.
Y todo esto es el caldo de cultivo de la incontrovertible nueva religión del triunfo, el triunfo material, el triunfo cuyo único dogma es conseguir el éxito ante los demás y a cualquier precio.
No es suficiente para esta ralea la laboriosidad que corona el esfuerzo, cosecha el fruto, responde a las obligaciones, haciendo las cosas todo lo bien que se pueda, no, eso no basta, su objetivo es la obtención de sus fines personales ostentándolos ante los demás que para ellos eso es su verdadero sentido para ratificar la pertenencia por propio mérito al conjunto de los exquisitos, exhibirse por encima de los excluidos, nutrir la autoestima e impresionar desconocidos.
Triunfar, triunfar sin reconocer límites de dignidad, honestidad, decoro o legalidad; triunfar aunque para ello haya que pasar sobre otros; triunfar sin principios distintos al propio beneficio; triunfar sin escrúpulos; triunfar aunque haya que mentir, traicionar, abusar, robar o engañar, todo lo que haga falta, pero triunfar.
Y esos saben que el triunfo todo lava y nadie les reprochará nada, pues en tanto triunfadores tendrá simpatías y reconocimiento. No hay triunfador repudiado, sea cual sea el origen de su éxito: sus pares los reconocen como merecedores a un lugar entre ellos, los privilegiados; los que aspiran a igualarlos, los admiran; los marginados se pasman ante su riqueza, fama y galas, aunque haya algunos inadaptados que los odien, por supuesto con disimulo, por no perder la propina, la limosna, el trabajito a salario mínimo.
La cumbre de esta doctrina es acumular simultáneamente fortuna, poder y fama, ese es el triunfo total. La delirante riqueza de los muy multimillonarios goza de fama y un poder en apariencia inmenso, pero ellos saben que no se compara con el verdadero poder, el poder público. Por eso la política es el nicho de los más ambiciosos y no raramente el mejor atajo.
A medida que crece la nata de los devotos del egoísmo triunfalista, crece el número de políticos vacíos de convicciones, de criterio moral y ético, pragmáticos, oportunistas profesionales que poco a poco ocupan posiciones de poder. Por supuesto a lo largo de la historia del mundo ha habido personajes de la vida pública, que han sido verdaderas alimañas de la peor estofa, sí, pero la diferencia con estos tiempos es que aparecen como parte de una clase de deformes sociales que goza de aceptación general.
Esto está pasando en varios países, México no es caso único ni de laboratorio. La explicación del índice de popularidad o aceptación del Presidente, es esa: siempre se exhibe como triunfador, hasta en la derrota, recuerde cuando el 20 de noviembre de 2006, asumió la presidencia legítima en el Zócalo y se terció sin pudor una banda presidencial patito; a usted le pudo parecer ridículo, a mucha gente de esa que vive en los efluvios el culto al ganador, le gustó ¿no?… mírelo dónde está ahora. Y declara sabiendo que es una mentira esférica que ya derrotó la pandemia, que ya domó el virus, porque él siempre triunfa; por eso no usa cubre bocas porque ni loco piensa mostrar debilidad en nada. Y se fue a inaugurar una pista de un aeropuerto que no existe y la raza se lo celebra: ¡ese es mi gallo! Y al revés, los partidos políticos de oposición, dejan ver sus vergüenzas y conservan su pelaje de derrotados: eso no vende bien, lo de hoy, no se les olvide, es triunfar.
Por todo eso el Presidente sabe que puede hacer lo que le venga en gana con las candidaturas. No hay músculo cívico y la nueva generación de electores, está más preocupada por conseguir un IPhone última versión, multi-touch con cámara de 12 megapixeles, que en ir a votar.
Nuestros problemas no terminarán en 2024 cuando termine este régimen si no hacemos el titánico esfuerzo de dejar de votar por sabandijas.