29 de marzo de 2024

¡Qué insolencia!: La Feria

SR. LÓPEZ

En el campo de adiestramiento en que fue domesticado este menda -otros niños le decían  “casa”-, la Comandancia a cargo, no lo preparaba a uno para “la vida”, no, sino para la vida en México, porque es diferente cómo se educa a un infante tenochca que a un crío inglés al que sus británicos papás le aplauden haber entregado al primer policía que vio el fajo de billetes que encontró tirado en la calle, en tanto que la misma acción a un menor connacional le vale una gran bronca de sus progenitores y fama de estúpido.

Así se adquirían los hábitos para sobrevivir en nuestro país: desconfiar de la autoridad, que es lo más lógico cuando de niño le aseguran a uno que si dice la verdad le irá mejor y le han cocido las nalgas a cuerazos por soltar la sopa; recelar de la peculiar mecánica de la democracia mexicana, pues cada fin de semana, violentando la voluntad de la mayoría, usted y sus hermanos han hecho lo que decidía el voto minoritario de los papás; y otra disciplina básica: detectar a volapié los engaños de la propaganda, resultado natural de cada vez que le aseguraron “esta inyección es de las que no duele”.

Por eso, el compatriota forjado a marro, no tan fácilmente se deja engañar por vendedores, maestros (recuerde cuando le decían “es muy fácil”… y le explicaban la raíz cúbica), merolicos, libros de autoenseñanza (“Ajedrez Fácil”; “Chino mandarín en 5 lecciones”); manuales (“Computación para todos”; “Millonario sin esfuerzo”); redentores, hierberos, banqueros y “ofertas” de Telcel.

Otra cosa muy gorda: a los mexicanos “simpliciter” no nos basta que algo sea ley para considerarlo sagrado, no, y en cuanto sabemos de alguna disposición legal, estamos genéticamente equipados para encontrar cómo sacarle la vuelta.

No se trata de que algunas leyes nos parezcan injustas, no, se trata de que no confiamos en el concepto mismo de la ley, que supuestamente es el precepto dictado por la autoridad competente, en que se manda o prohíbe algo en consonancia con la justicia y para el bien de los gobernados, y eso de la “autoridad competente” es lo que simplemente no nos tragamos tan fácil.

No confiamos en la ley. No confiamos en los que la hacen. No confiamos en los que la aplican. No confiamos en nosotros. Con la pena. Y cuando eso es una actitud generalizada se está al borde del caos o el caos es el estado normal. Necesitamos esta Primera Transformación, la Cuarta es de quinta.

Para justificar nuestra desconfianza en la ley, nos bastan como coartada los eternos ejemplos del que se va a la cárcel por haberse robado una bicicleta que no se robó, y el banquero ladrón que se abanica con un ramillete de amparos en su yate. Y de ahí con lógica esquizofrénica, sacamos la conclusión de que se vale no respetar la ley. Quejarse de que no se aplica la ley para justificar no respetarla. ¡Bonita cosa!

Esto es uno de los principales obstáculos que enfrenta el país: nadie lo dice cínicamente pero nadie tiene la convicción invencible de que el cumplimiento de la ley es la única manera de vivir en sociedad. Aquí nadie pierde el sueño porque no respetó una ley: mientras se salga con la suya, hasta bonito siente.

Así es nuestro modo y tal vez sea resultado del mestizaje, porque no se puede negar que el revoltijo de indígena con español no auguraba una raza cósmica (disculpe, don Vasconcelos, pero salió cómica).

Nuestro ADN es una serpentina en que se enredan la milenaria desconfianza de los indígenas hacia los caciques -ni reyes ni emperadores, ya estuvo bueno-, que les sacaban el corazón, se los cenaban, los aventaban amarrados al cenote del barrio, los explotaban y los mandaban a guerrear para que se hiciera más rico el jefe de su tribu; con la milenaria desconfianza de los españoles a sus reyes que los estiraban en el potro, los marcaban con hierro y no los hacían paella, pero los asaban para salvar sus almas, los explotaban y los mandaban a guerrear para que se hiciera más rico el rey.

Amalgama de pueblos convencidos de que romperse el lomo trabajando servía sólo para evitar que se lo rompieran los capataces a palos, no para mejorar, ni para salir de la pobreza. Ibéricos y aborígenes, hechos a trabajar lo mínimo posible porque se trabajaba a beneficio de otros, nobleza y sacerdotes, guerreros y caciques. Así estamos tan orgullos de nuestro ingenio que ahorra esfuerzos y resuelve problemas aunque nomás sea salir del paso. Por eso no leemos el instructivo antes de armar una silla: lo que quede suelto con un alambrito se arregla y lo que sobre, se tira con todo y caja.

Sí, esto es un molazo en que se revuelven el ánimo festivo de peninsulares y nativos americanos, con la melancolía genética de ambos pueblos, condenados a aceptar la autoridad y sus abusos, unos por “voluntad de Dios, que es quien da el poder” y otros a macanazos, que esa sí es fuente de poder.

Todo eso se decanta en la falta de respeto a la ley con el agravante de que sin ley se pierde la brújula, se extravía el esfuerzo individual de la población, todo es “cada quien para su santo” y con el tiempo se pasa del respeto-miedo a la autoridad a la insolencia que es, “atrevimiento, descaro; dicho o hecho ofensivo e insultante”. Y tanta insolencia acabó por llevar al poder a los insolentes.

Si lo duda, recapacite en que ayer en la CdMx se declaró como “Noche Victoriosa” a la “Noche Triste”, poniendo una placa alusiva al pie del árbol donde dicen que lloró Cortés al perder una zacapela con los mexicas. Y esa reivindicación en honor de los guerreros aztecas, corrió a cargo de Claudia Sheinbaum Pardo, descendiente directa de judíos lituanos y la señora Beatriz Gutiérrez Müller, nieta de alemán, con la complacencia de nuestro patriota recargado, Andrés Manuel López Obrador, nieto de español.

El país empapado en sangre, cerca de 400 mil difuntos por una pandemia atendida con criterios políticos, el clamor por falta de medicamentos, la economía en cuidados intensivos y la autoridad ocupada en enderezar entuertos de hace 500 años. ¡Qué insolencia!

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