28 de marzo de 2023

No te quedes sin leer al cuentero de México, Eraclio Zepeda

GMx

Hablar de la figura de Eraclio Zepeda, de lo que representa para el cuento chiapaneco, es una tarea inmensa ya que no hay punto de partida ni punto final, este escritor a lo largo de su vida se dedicó a crear historias de una manera magistral.

Conoce un poco de estas obras.

12

LOS PÁLPITOS DEL CORONEL

Eraclio Zepeda

 

Venia con mi tropa ciento ochenta de a caballo aptos para el galope, cuarenta y cinco de a pie aptos para el tiroteo, cinco de sanidad poco aptos para las curaciones pero muy diestros en  entierros nueve del cuerpo legal aptos para el saqueo y veintisiete mujeres aptas para todo.

Aparte del personal traía veinticinco vacas bien habenidas y treinta y seis no tanto. Venia contento de Arriaga porque la guarnición carranciana no había presentado mucho pecho prefirió la juyenda, dándonos oportunidad para un regular cobro de aportaciones voluntarias a los comerciantes, lo cual nos permitió traer unos bultos y bultos de seda y de dril que si los hubiéramos desenrollado habríamos  hecho un camino de tela de tamaños regulares para desfilar por un mundo de flores estampadas y rayas marcaditas.

Venia pues, contento sin agitación ninguna, montado de media nalga, acordándome de una canción que hasta la fecha me gusta, cuando de pronto va asomando frente a mí un pedacito de gente, chaparrito el hombre, tan panzudo que boca arriba era más  alto que parado según pude  comprobar un año después el día que lo fusilamos. Llego como si fuera  gato de escurrido, y haciéndome el saludo reglamentario me dijo:

– Mi coronel, no está usted para saberlo ni yo para decirlo pero me come la boca para contarle que en la hacienda de Buenavista hay cosas que pueden resultar noticias de provecho en los asuntos de guerra.

Lo quede mirando fijo, clavaditos mis ojos en sus ojos y como el salado me aguanto la vista, le ordené ;

-Contáme.

  –Vera usted mi coronel –dijo- en el casco de la hacienda están como ciento cincuenta carranclanes desde como cinco días, chupando trago, comiendo vaca, corriendo mujer, y durmiendo cruda tras cruda, y cada día que pasa ese ven más descoloridos y con menos fuerza.  Ya ayer ni guardia pusieron porque nadie quiere echarse a perder la alegría. Para mí, coronel que están pidiendo a gritos un arrequintinazo de su furia.

Capaz- le contesté y me quedé pensando.

Y en esos pensares fue que me empecé a perder porque vine a imaginarme las ametralladores tan buenas que les podíamos quitar, y el parque, y los caballos, y también, ya en el campo materialista las monedas de oro que ellos con tanta disciplina van recibiendo por cuanta finca y por cuanto pueblo pasan, para dejárselas amarradas la cintura en esas mazacuatas  que les llaman.

Y ya entrada en el alma la mona de la ambición, no queda  más remedio que seguirla columpiando en la arboleda de los pensamientos.  Y ya ambicionando de planamente ordené:

-Prepárense  para el desparrame por el llano. Vamos a ¡Buenavista para encostalar una cosechita que parece maduró solita!

Y mi contingente dijo: a reírse y a aplaudir, y viendo su disposición y su alegría acabe de engallarme, y ya engallado grité:

-Chente Torija vos mandás el flanco derecho. ¡”Walter Chanona vos te llevarás el izquierdo! y yo en la pura frente del frente con los montados de Chema Quintana. La estrategia será despernalgar la tropa por todo el llano, de siete a diez varas entre cada combatiente, y los de a pie formando grupo atrás para apoyar fusileando, y para que en caso desesperado, a caite duro. Se apresuren para alancear la resistencia. Las mujeres se quedan atrás siquiera media legua para ayudar a los de sanidad en ir recogiendo heridos, arreglando muertos y sobre todo vigilando a ojo pelón para qué si hay retirada no se vayan pisar por los carranclanes.

Todos cumplieron las órdenes y yo empecé el camino del combate paso a paso alegre y confiado, esperando la cercanía de la hacienda en donde sin duda me iba aparecer el miedo como siempre, para después fabricar la vergüenza y ganar la fuerza, para pelear como Dios manda.

Sin embargo los asuntos se fueron por otro rumbo, porque al poco tiempo como que el cielo se empezó a nublar. Y yo no sé qué es lo que me pasa, pero siempre que se nubla el cielo a yo me da lo que se llama pálpito del pecho y ya con ese pálpito me empiezo a acordar de mi mamá. Y me la imagino viejita como es, solita, de arriba para abajo trasteando la casa, buscando sus necesidades y pensando, entre  suspiros, la cara de esté su hijo que anda en los negocios de la guerra. Y a mí me baña la tristura.

Pero después empezaron a sonar a lo lejos, unos rayos retumbadores, sacaecos que se iban retachando por los cerros rebotando tronazones. Y no sé por qué, siempre que oigo un rayo en seco me entra lo que se llama el palpito del estomago, y ya con ese palpito, mi mamá se me revela en su cocina, haciéndome tamales, pero señores tamales, y ella está afligida con las peripecias del trabajo aquél, pero alegre por la causa que origina sus quehaceres, y aquí es en donde vengo a entender que la pobrecita está enterada que ya voy de regreso de la guerra, que estoy en paz, y que pronto voy a estar con ella y es por eso que me quiere recibir con la comida que más me gusta, y para eso prepara la masa, sazonada la carne, recorta las hojas descascara los huevos duros, y yo nomas de verla siento un sofocón que me fabrica chibolitas en el gañote.

Y seguimos avanzando con la tropa a mis flancos y a mi espalda rumbo al combate. Cabalgando sobre el polvo del llano, ese polvo esponjadito, fofo, muy marcahuella, cuando de pronto descubro que están  cayendo unas gotas solitarias de lluvia, gotas grandes medio avergonzadas, pesadas como tostones, que al tocar la tierra se siembran en el polvo con un ruido triste, trasero, triss, triss, trrass. Y no sé qué es lo que me pasa, pero siempre que veo llover disimulado, sin ganas, forzadito, me empieza entrar el palpito de la ingle, y ya con el palpito de la ingle la tristura se hace tristazón que de plano me domina, porque lo único que contemplo es que mi santa mamá ya tiene listo el tamal, y la casa barrida, y el piso regado, y hasta los perros están sobre aviso  porque un propio llegó a decirle que de un momento a otro llego yo “su hijo el coronel”, que viene en paz porque la guerra termino ya para él y ella está con sus ojitos brillosos otra vez mojaditos y de la opacura que tenían ayer, ni recuerdos quedan porque no tiene reposo yendo y viniendo, espantando moscas, regañando muchachas poco diligentes en los preparativos. Cuando de repente abren la puerta y entro yo pero no llego sino me llevan acostado en una mesa con un tiro en la frente porque me mataron anoche, en un ataque bobo, malhechote peor pensado, y me llevan con las manos cruzadas sobre el pecho y noto que algún buen compañero me hizo empuñar con la derecha la mitigüeson treinta y ocho, y a pesar de estar muerto me rio de tamaño crucifijo tan a despropósito y al mismo tiempo tan bien propositado, pero la risa se me rompe cuando veo a mi mamá que me amarra un pañuelo en la cabeza para disimular el balazo y también para que no me vaya a quedar con la boca a abierta dando desfiguros y  yo me sorprendo de verla tan mujer, tan valiente, tan entera, pero cuando me amarra el pañuelo, como su boca me queda cerca de la oreja, escucho claramente que está diciendo: “ay   hijo, ¿Qué vamos a hacer? Yo tan sola y tú sin sol”. Y la con veo su carita toda llena de lagrimas que sin ningún disimulo deja que corran, señal segura de que su alma está descansando de la contención, y yo estoy con el pescuezo lleno de ruidos y rebotes que solo yo escucho, tronazones que se me derraman como antes se me derramaron los cerros con los rayos, pero lo mío, en esta tarde que avanzo en ese combate  de la hacienda, no son más que hipos que me estoy aguantando para que no me vean llorar mis contingentes.

Y seguimos avanzando, y yo caigo en el pensar que qué carajo hago aquí en esta  puta guerra, y porque no estoy sembrando  en lugar de estar arrancando, y me siento como si fuera otro, sin nada que ver con éste que ahora soy cabeza de tropa, avanzando que ni busque ni amé, y empiezo a sentir un olor a cacho quemado qué es lo que huelo cuando hay peligro, y en esos precisos momentos cuando estoy atravesando el rio frente a la finca y ya se ve la casa grande de la hacienda Buenavista, de pronto sin aviso, a traición, empiezan a tronar las ametralladoras tatatatra-tatatatra, y la fusilería porron, prom en descarga cerrada y para acabarla un cañoncito, pim, pim, pim pim, y yo en medio del rio, cogido de sorpresa como un burro y mi gente cayendo ante el fuego de esos carranclanes que en lugar de estar echando trago me mandaron al chaparro  aquel , que no descanse  en paz, por traerme a esta trampa boba, y ahora son los gritos de los heridos y la caída de los muertos y el relinchar de los caballos y el tatatatra de las malditas tartamudas, y el prorropron de las descargas y el pim pim del cañoncito y en medio de aquel desconcierto me va cayendo el peor de los palpitas, que es el pálpito del culo y entonces si ya no pude controlarme y la vergüenza que no aparece por ningún lado, y yo que me tiro del caballo  al rio y ahí voy entre el agua y los disparos, a gatas sobre las piedras, en medio de la sanguaza que crece, haciendo a un lado a los muertos y desoyendo a los heridos porque lo único que quiero es salir de allí y ya no quiero oír las descargas, y ahí voy huyendo siempre dentro del rio para no dejar huella que me delate, cuando de pronto miro en la playa una cueva chiquitilla, allí me meto y allí me quedo no digo quieto porque estoy temblando, pero si acurrucado, llorando de miedo, asustado de tener tanto miedo, y ya no me acuerdo de mi mamá sino sólo de mí mismo, y afuera oigo que sigue la pelea y por los gritos entiendo que está fuerte el agarrón sin duda, pero yo no puedo moverme porque estoy cubierto de una reuma espesa, agarradora. Y así estoy cuando voy sintiendo en medio de la balacera las pisadas tranquilas de un caballo, y me acurruco más para mostrarme menos, cuando  veo que arriba del caballo, silbando, con un fuete en la mano viene Hermenegildo Castillo, hijo de Hermenegildo el viejo, chamacón de dieciséis años al que incorporé hace una semana y lo hice capitán apenas anoche. Y ahí viene el chamaco feliz de estar en su primer combate, luciéndose con el chiflidito, sin sacar siquiera la pistola porque el enemigo está fuera de su tiro aunque él está dentro del fuego del enemigo, meneando su fuete a compás marcado como dicen, los que nunca me han visto, que hago yo cuando peleo, y lo veo venir derechito, mirándome sin una sola mueca y se me acerca. Bien  tapado de la cara alcanzo a ver cuando me tiene asegurado levanta el fuete y me empieza a dar una señora chicoteada y fuete va y fuete viene en medio del combate mientras el chamaco dice pero con voz callada, sin gritos “ande cabrón, miedoso, usted aquí escondido como vieja, huyendo, mientras mi coronel esta en primera línea “despreciando la muerte” y yo tapándome la cara para que no me reconozca, aunque también para protegerme mejor de los riendazos, ahí voy corriendo en medio del rio, y el joven Hermenegildo atrás, fueteándome a su gusto, y yo huyendo pero no del enemigo sino del fuete. Y ni cuenta me doy cuando ya estoy saltando entre los muertos, sobre el rebullir de las balas en el agua y noto que en el pecho me quiere amanecer de nuevo la vergüenza y ahora estoy otra vez en la pelea y cuando saco la pistola en el mismo frente del frente me siento tranquilo para empezar a disparar. .  cuando vine a ver era yo el primero en estar asaltando las trecheras de la hacienda.

Y luego otra vez a empezar con esas historias a cerca de que yo cuando combato ni siquiera me despeino.


EL VUELO DEL TEPEZCUINTLE

Eraclio Zepeda

64 ERACLIO ZEPEDA 03 ESTILOS 09 OCTUBRE 2007 POR ALVARO CONTRERAS

 

El jaguar vivió solitario más de seis años. Llegó recién nacido al zoológico de Tuxtla. Era un cachorro encontrado en la selva. Su madre seguramente había sido asesinada por el mismo cazador que donó el tigrito al museo.

Don Miguel Álvarez del Toro, creador y director del zoológico, había dedicado su atención al animalito huérfano. Con biberones primero, y carne molida después, logró salvarlo. Se convirtió en un jaguar imponente. Paseaba al fondo de su fosa, construida ex profeso. Don Miguel había diseñado veredas para que la fiera caminara en medio de bosquecillos, matorrales, y una cueva de piedra. También un estanque para calmar la sed y lajas para depositar sus alimentos. Una jaula adosada al muro servía para guardar al animal los días de aseo de la fosa o para su atención médica.

La bestia brillaba al sol. La luz destacaba aquellos dibujos negros en su piel amarilla, semejantes a los glifos de las estelas mayas. El jaguar observaba al público visitante con curiosidad y casi siempre con hastío. El gobernador Juan Sabines recorrió una tarde el  zoológico. Don Miguel Álvarez del Toro, su amigo, le explicaba cualidades de cada especie. Al llegar a la fosa del jaguar, Sabines miró fascinado.

La elegancia de sus pasos, la mirada iluminada por un fuego natural, deslumbraron al gobernador. El animal se echó para lamerse las manos enormes y el pecho, luego patas arriba, frotó el lomo en las piedras para rascarse y rugió para saludar al crepúsculo.

—Oiga usted, don Miguel, comentó Sabines. Esta maravilla no puede permanecer soltero. Me lastima su soledad. ¡Cómo una bestia tan prodigiosa duerme sola! Tenemos que conseguirle compañera.

—Hace algún tiempo, yo personalmente hubiera podido encontrar, con trampas, una tigresa. Pero ahora están cada día más escasas y yo cada año menos ágil. He pensado que podría anunciarse, entre los habitantes de la selva, la noticia de un premio al que capture una hembra viva, sin dañarla. Pero no cuenta el museo con ese presupuesto.

—Pero el gobernador sí, mi querido Don Miguel. A ver tú, licenciado, ponte de acuerdo con el maestro para redactar una convocatoria y hacerla circular en los territorios que él estime convenientes. Se transmitirá por radio en español, en tzeltal, tzotzil, tojolabal, chol y lacandón. Esa gente vive en la mera casa del tigre.

¿Verdad maestro?

Desde hace tres meses el anuncio recorre la selva. Nadie ignora que el gobernador entregará un premio de 25,000 pesos a quien atrape una tigresa. Se sabe que la quiere para que el tigre de Tuxtla ya no esté solo y tenga crías.

Algunas tardes Juan Sabines visita a la fiera. Le  habla en voz baja. Le cuenta que el amor es bueno y lo va a descubrir.

Un día llegó la noticia a Palacio.

—Señor gobernador, en El Zapotal, ranchería a la orilla del río Usumacinta, capturaron una tigra. Darío Ballinas se llama el que la tiene enjaulada en el solar de su casa. Acaban de darme la noticia por radio.

—¡A toda madre!, exclamó el gobernador. Dispón lo necesario para que mañana volemos a El Zapotal para traer a la novia en el helicóptero grande que maneja el capitán Caballero. Y prepara un sobre con la gratificación prometida, en billetes. Le avisas a don Miguel Álvarez del Toro que nos espere a las seis y media en el aeropuerto.

Desde el aire la selva es un inmenso mar con todos los tonos de verde. Algunos árboles florecen y se cubren de amarillo, rojo, morado. Una enorme ceiba está florecida en rojo. El helicóptero se acerca y sus flores levantan el vuelo, decenas de guacamayas huyen en medio de su algarabía. El vuelo prosigue a baja altura, rozando casi el techo de la selva.

El piloto mueve bruscamente la palanca de mando para ordenar un ascenso violento hacia la izquierda.

Frente al parabrisas surgió un águila arpía, de alas enormes, las garras abiertas al frente, muy cerca del piloto y del gobernador que viaja a su lado. La cabeza con el copete erizado, el pico abierto y la lengua fina chillando con un tono agudo.

—¡Muévete, Caballero!, grita espantado el gobernador, al momento en que el helicóptero vira y se eleva obedeciendo la maniobra del piloto. El águila desaparece, queda muy abajo, cerca de los árboles.

—¿Qué sucedió, don Miguel?

—Volamos muy cerca de su nido, y nos atacó para defender a su polluelo…

—Si se hubiera estrellado con las aspas, nos derriba, dice el piloto, pálido y sudoroso.

—Licenciado, sírveme un coñac, ordenó el gobernador. Cuando recibió la copa, le temblaba la mano.

Aparece el trazo del río Usumacinta que, como un machete arrojado encima de los árboles, divide la selva. Es la frontera. Aquí termina México y comienza Guatemala. El piloto busca el caserío de El Zapotal. El brillo de las láminas de zinc, en los techos de las chozas, avisan que han llegado. El helicóptero desciende en la cancha de basquetbol. La gente corre para no perderse el espectáculo. Las aspas levantan una nube de polvo y hojas secas que vuelan junto con los sombreros. Nadie se aleja ni da la espalda al aparato. No quieren perder detalle.

El motor se apaga, las hélices guardan reposo, se abren las puertas y descienden los viajeros.

—¡Vivan los que vienen!, grita entusiasmado un lugareño.

El profesor de la escuelita reconoce al gobernador a quien ha visto en fotografías.

—¡Viva Juan Sabines!, exclama el profesor.

Pero la gente está más entusiasmada con el helicóptero que con los recién llegados.

—¿Quién es Darío Ballinas?, pregunta el gobernador.

—¡A sus órdenes!, responde un hombre de muy baja estatura, con el sombrero en la mano.

—¿Tú eres Ballinas?, duda Sabines. Estás poquito para enfrentarte a la tigra.

—El tamaño no se mide del suelo a la cabeza; la medida se toma en medio de las piernas, responde.

—¡Ya me fregaste!, acepta de buena gana. ¿En dónde está la novia?

—¿La cuál?

—La tigra, Ballinas…

—¡Ah! Está enjaulada en mi casa.

—¿Vamos?

—Vamos.

En el patio, bajo un sombrado de palma, está la jaula de palos fuertes, labrados a machete y amarrados con bejucos. Es baja, del tamaño de una mesa pequeña.

De pie, inquieta, la tigresa observa a los curiosos.

—Es una hembra joven, opina el maestro Álvarez del Toro. En unos cuantos meses, si se aclimata al zoológico, estará en celo.

—Es el regalo que quiero para mi tigrazo. A ver licenciado, entréguele el sobre. No, no, no, Ballinas.

No te lo guardes así nada más. Cuenta los billetes. El dinero es para contarlo. Asegúrate de que tu premio llegó completo.

Ballinas, apenado, cuenta.

—Completito, don Juan.

—No te lo vayas a gastar en trago.

—No bebo, don Juan, soy de la religión…

—¿Y qué vas a comprar con tu premio?

—Una lancha con su buen motor. Para ir y venir por el río con mercancías.

—¡Adió!, resultaste comerciante y yo pensé que eras cazador.

—Soy. Pero la tigra trajo capital para buscar otras  cositas.

—Tienes razón, te felicito. A ver muchachos, ayúdenme a subir la jaula al helicóptero. Mucho cuidado, no los vaya a morder.

—No, don Juan, la vamos a cargar con un palo.

El traslado de la tigresa hasta la cancha de basquetbol se transforma en una verdadera fiesta. Hay muchas risas, gritos alegres y llega una marimbita de la escuela a tocar “Las golondrinas”.

La jaula queda acomodada en la cabina y cubierta con una lona sobre la que el maestro Álvarez del Toro y el licenciado se sentarán durante el viaje de regreso.

—Arriba todo el mundo. ¡Nos vamos!

El maestro y el licenciado son los primeros en abordar el aparato, luego sube el piloto y por último

Juan Sabines ocupa el lugar del copiloto.

—Don Juan, dijo Ballinas, acercándose a la ventanilla

—donde sólo el gobernador lo escuchó—. Lleve usted de regalo este costalito. Adentro va un tepezcuintle que es la mejor carne que hay en la selva. Va vivo, para que usted disponga cuándo comerlo. Con cualquier hierba se alimenta.

—Gracias, Ballinas. Ahora retírate porque el capitán va a encender el motor. ¡Cuidado con las hélices!

¡Levanta el vuelo, Caballero!

El ascenso vertical del helicóptero regocijó a los habitantes del caserío El Zapotal. Algunos de ellos habían visto, en el pequeño campo de aviación de Yaxchilán, el despegue de avionetas que se lanzaban al aire después de una carrera para tomar altura y librar los grandes árboles al final de la pista. Pero ver cómo éste se elevaba, parecido a un colibrí, era otra cosa.

A medida que ganaban altitud, los pasajeros tuvieron la sensación de que la selva se ampliaba. Como una gran angular que alejara el objetivo, el mar vegetal creció hasta dominar un extenso territorio. Pronto aparecieron las ruinas de la ciudad maya de Yaxchilán asentada en la omega que el río Usumacinta dibuja marcando la frontera. Las cresterías que coronan sus templos emergían en medio de las ceibas.

El capitán Caballero enfiló su aparato en dirección Este, buscando el regreso a Tuxtla. Sobrevolaron otro río donde el ruido del motor asustó a dos lagartos grandes que estaban en la orilla y se deslizaron al agua. Lejos, un árbol de primavera cubierto de flores amarillas competía con el sol.

El gobernador, curioso, abrió el costal para ver al tepezcuintle. Era un animal sereno, de medio metro de tamaño, de pelo café con manchas blancas, como cría de venado. Sabines le acarició el lomo y su piel era tersa. Miró por la ventanilla y reconoció el territorio que se extendía más al oriente de aquel árbol de oro y recordó el susto que pasaron.

—Caballero, le dijo, estamos volando cerca del nido de aquella águila que nos espantó. Toma más altura, por si acaso. El helicóptero ascendió suavemente. Pudieron ver las montañas que señalan el nacimiento de la Sierra Madre.

El gobernador quiso cargar al tepezcuintle, hacerlo descansar sobre sus piernas, jugar con sus manos en la espalda del manso animalito. Abrió el costal y lo sacó izándolo hasta su pecho.

—¡No, Juan!, gritó el maestro Álvarez del Toro.

¡Vuélvalo a meter! ¡No lo saque!

El gobernador volvió la cabeza en dirección al maestro y sintió el respingo vigoroso del roedor y la mordedura en el dedo pulgar. Temblaba su cuerpo moteado. Se agitó con brusquedad y escapó de las manos de Sabines. Cayó en la cabeza del capitán Caballero y le arañó la nariz. El piloto reaccionó en forma instintiva desprendiéndose del animal, pero el aparato perdió el control. Trazó en el aire un viraje brusco, inclinado hacia babor. Se precipitó hacia tierra.

El tepezcuintle saltó hacia atrás, chilló de miedo y corrió sobre la jaula hasta llegar a las manos del maestro, quien lo tomó del pescuezo con una mano y con la otra abrió la ventanilla.

El capitán Caballero recuperó el mando y puso el aparato en posición normal. Alcanzó la altura que había perdido.

Ante el asombro de los viajeros el maestro arrojó el animal al vacío. Lo vieron extender sus extremidades al aire, como un paracaidista en caída libre. De la nada surgió el águila, como una saeta, lo pescó al vuelo y extendió sus alas magníficas para detener la picada. En sus garras, el tepezcuintle voló rumbo al nido donde aguardaba su polluelo.

—Don Miguel ¿por qué lo tiró?

El profesor Álvarez del Toro cerró la ventanilla. Se acomodó con la mano sus cabellos en desorden a causa del viento:

—Estuvimos en grave peligro. Cuando usted sacó del morral al tepezcuintle éste olió a la tigresa, su enemiga natural y se aterrorizó. Nada hubiera podido calmarlo, seguiría saltando enloquecido sobre nosotros.

Traté de evitar que usted lo sacara del costal, pero era tarde… no sabía que viajaríamos con ese animal. Me hubiera opuesto.

—Pobrecito, yo soy el culpable de su muerte.

¡Pero de todos modos iba a morir! No me lo comí yo, me ganó el águila.

Al aterrizar en Tuxtla la jaula fue llevada en una camioneta para ser trasladada al zoológico bajo el cuidado del maestro.

—Vamos todos, ordenó el gobernador. Y tú también, Caballero, para que veas cómo la felicidad nace en un jaguar. Y se formó una caravana tras el animal.

Antes de emprender el vuelo de ida, el profesor Álvarez del Toro había tomado precauciones. Ordenó que pusieran alimentos en la jaula adosada a los muros de la fosa y encerraran al jaguar. Al llegar con la tigresa cautiva, ordenó descender su rústica jaula y él bajó por la escalera. Aguardó un tiempo para que el animal superara la ansiedad que los movimientos ocasionaron. Don Miguel ató una cuerda a la puerta de la jaula primitiva y lanzó el otro extremo a la superficie en dirección del gobernante quien la atrapó al vuelo. Enseguida abrió el cerrojo del encierro del jaguar que, desconfiado, permaneció vigilante y sin moverse. El profesor subió por los peldaños de hierro sujetos al muro.

—¡Ahora!, exclamó, y el gobernador con un tirón abrió la jaula de la tigresa.

La hembra saltó y corrió hacia el bosquecillo. Ahí se ocultó. El jaguar había observado todo. Con lentitud se acercó al bosquecillo, pero no avanzó. Clavó sus ojos dorados y miró largamente, sin moverse. Olfateó las señales que venían de aquel visitante desconocido,  y comprendió. Volvió a echarse y ronroneó como un gato. Luego se puso patas arriba, con el lomo en tierra. Movía lentamente las manos al aire, jugando su alegría.

—¿Y luego? ¿Se va a quedar ahí el muy zonzo?

¡Con todo lo que hice para traerle su regalo! ¿O será que no sabe, don Miguel? Es doncel todavía…

—El cortejo llevará varios días. Tal vez semanas. Juan Sabines movió varias veces la cabeza. Con un ademán ordenó a su comitiva retirarse, permaneció solo un rato más observando a los animales y con las manos metidas en las bolsas del pantalón abandonó el zoológico.

El gobernante vuelve con frecuencia y observa los adelantos del requiebro. Aprende a diferenciar los tonos del rugido, el palpitar del ronroneo, el restregar el pecho en los costados de la hembra. Cree que su presencia sirve de apoyo al tigre para apresurar la unión.

En las mañanas, al afeitarse, el gobernador imita ante el espejo la cara del tigre. Los belfos tensos, la mandíbula abierta en el rugido, la aspiración profunda de los olores buscando esa señal que espera con la mirada entreabierta y los párpados cargados de soledad. A veces, al acudir a una reunión, siente que sus piernas se mueven elásticas, silenciando sus pasos con los cojines carnosos de las patas, preparando el salto.

Si por compromisos insoslayables no acude a la jaula del tigre varias tardes seguidas, un malestar espeso le aprieta el alma. Llega en las noches, aperado con linternas de cacería, buscando a los jaguares, temeroso de perderse el desenlace esperado. Cuando el macho queda en el centro del haz de luz, le habla con la voz  tierna que le nace cuando es feliz.

Los encuentros de amor con sus amigas están enmarcados por la figura del Gran gato, como ahora le llama. En lugar de acariciar, araña. Cuida que las uñas no lleguen a lastimar. En el lecho, se tiende de espaldas y mueve los brazos y las piernas acariciando al aire, como tantas veces ha visto retozar al tigre. A menudo ruge, ante el desconcierto de las muchachas.

No se habían cumplido dos meses desde el arribo de la nueva habitante del zoológico, cuando el profesor Álvarez del Toro esperó al gobernador, frente al serpentario, para informarle que la tigresa estaba preñada.

Juan Sabines respiró muy hondo y expulsó el aire muy lentamente, como quitándose un peso insoportable de encima. Buscó la salida con los pasos decididos y no volvió a visitar a la pareja para respetar su intimidad.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.