23 de noviembre de 2024

Mostrenco: La Feria

Sr. López

Este menda en su primera juventud, solo y en la Ciudad de México, por las mañanas estudiaba en el Politécnico ($1.00 de colegiatura anual, $0.001 pesos de ahora, así era ése México), con sus similares de una media clase, residuo social en empobrecimiento aletargado: hijos de obreros, de puesteros de mercado, de criadas (que no es grosería), y dos boxeadores: uno que quedó tonto a golpes y dejó los estudios y el otro, Camacho, peso welter, malísimo en el ring -muy correlón-, pero así terminó ingeniería mecánica.
En ese Politécnico de entonces, el del teclado trabó trato con ese manojo humano al que Carreño el del Manual de urbanidad y buenas maneras, lo hubiera quemado en leña verde, pero estaba uno cuidado por todos todo el tiempo (a esa edad y solo, no era poco), que con esa raza -¡raza!-, nadie se quedaba sin comer ni dormía al raso.
Terminadas las clases, al trabajo y luego, a otra escuela en la que estudió otra cosa con casi puros hijos de ricos de los de antes que iban a Acapulco en diciembre, llevaban a sus hijos una vez en su vida a Disneylandia y les daban coche en la carrera, no majaderos millonarios de los de hoy, no pocos vergüenza de la familia Babá, los papás de Alí.
Su texto servidor comparaba ambos grupos, tan alejados, tan dispares. No eran unos buenos y otros malos, clasificación tonta, sino que notaba mucho en los hijos de rico lo ajenos que eran al mundo real (lo bobos, pues); en tanto que los otros, los de barrio bajo o medio bajo, eran vivísimos, sabedores de las reglas de la calle, listos para agarrarse a trompadas con la vida. Por inexperiencia, el rasca teclas juraba que se iban a comer crudos a los hijos de rico sus compañeros del Politécnico, pero no, luego se enteró que las élites conviven con sus iguales y las oportunidades -por lógica, no por sentido de clase-, las dan a hijos, ahijados, sobrinos y amigos, todos de su ámbito; así, sin proponérselo, se mantienen apartados los estratos sociales, que no impermeables.
Había en ese entonces, una excepción notable: el gobierno. Ahí no contaba haber visto la hora siempre en un Patek Philippe, usar ropa de Saks Fifth Avenue o haber estudiado en escuelas cuya colegiatura mensual era un año de sueldo del pelagatos estándar, eso… eso hasta estorbaba. En aquella edad del pricámbrico clásico, en el gobierno lo que importaba era hacer bien el trabajo y aparte, si le notaban dotes para eso que llamamos política, lo iban pastoreando, despacito, escalón por escalón, observándolo, impulsándolo o bloqueándolo.
Así, después de la comalada de los que llegaron al poder oliendo a pólvora, alcanzaron el nivel más alto, la presidencia de la república, personas de familias comunes y hasta muy pobres: un hijo de una viuda, improvisada como maestra de orfanatorio (Adolfo López Mateos); un lechero, cuya madre era dependienta de un estanquillo (Miguel Alemán); un auxiliar de contabilidad hijo de viuda, sin estudios formales de nada (Adolfo Ruiz Cortines); y muchos, muchos más que fueron gobernadores o altos funcionarios; por mencionar otro, Alfonso Martínez Domínguez, que entró a trabajar de ‘elevadorista’ en el edificio central del entonces Departamento del Distrito Federal, llegó a líder de la Cámara de Diputados, Regente del D.F., Gobernador de Nuevo León y Senador entre otras muchas cosas, con zapatos duros, de mercado, a fuerza de tallarse y de méritos propios sin apellidos de la crema. Eso era antes el gobierno de México: mérito sobre mérito… y una pizca de suerte que el hado siempre mete la cola.
Luego y con toda lógica, arribó la siguiente camada, los hijos y amigos de esos políticos, sus compañeros de estudios, ya de escuelas caras o del extranjero, muy capacitados para trabajar bien aún sin el fogueo que dan las penurias para desempeñar naturalmente los altos niveles de gobierno en bien de los necesitados, la mayoría, la dolorosa mayoría de siempre; también poco a poco se reinsertaron algunos descendientes de los derrotados por la Revolución, junto con hijos y representantes de empresarios, los ricos de profesión, unos para reconstruir lauros, otros para afianzar privilegios.
Con esa generación de funcionarios, pertenecer a la clase adinerada dejó de ser impedimento para incorporarse al gobierno de la revolución institucionalizada y la riqueza personal en vez de obstáculo se convirtió en aspiración, ventaja, casi requisito. El gobierno en todas sus presentaciones, sin darse cuenta, se infectó de una corrupción nueva, estructural, que se propagó incontenible a la caída del PRI y se embraveció al regreso del tricolor en el interregno peñista.
Pero así y todo, lo habitual para ascender en el escalafón gubernamental, siguió siendo el mérito del trabajo bien hecho; por eso la altísima calidad profesional de la mayoría de los altos funcionarios. En tanto que insertarse en la actividad política y aspirar a cargos de elección popular, ya no dependió exclusivamente de las cualidades personales, el dinero se incorporó a los requisitos y se hizo verdad la desafortunada frase: político pobre, pobre político.
A pesar del desolador vaticinio que permitía hacer la perfidia del maridaje de política y dinero, el ‘corpus’ gubernamental mexicano creó robustos órganos autónomos y además, no solo permitió sino que financió organizaciones ciudadanas que junto con los anteriores, aseguraban el saneamiento de la vida pública con la ventaja adicional de contrapesar el poder. El poder absoluto dejó de existir.
El ‘cisne negro’ del arribo de López Obrador al gobierno, pretende el regreso del poder total de los presidentes de hace 60 años. No es posible, necesitaría una generación salida de una revolución. Sus ímpetus se irán matizando conforme se acerque la fecha fatal de la entrega de la banda presidencial. No se arredra y no le baja a su discurso porque nunca ha pagado las que se come, pero la presidencia de la república ha doblado a otros que sí eran muy duros, ya se va a enterar que México no es corcel de salón sino caballo mostrenco.

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