Sr. López
Tío Teo (Doroteo), era grandote, guapo como de Hollywood, pero (nunca hay completo), tonto y muy mandón, se hacía lo que él decía o no se hacía nada.
Tía Mariquita su esposa, aparte de quererlo mucho, era vivísima y jamás discutía con él, le seguía la corriente y dejaba que la realidad lo contradijera.
Así, con él al volante, una vez llegaron a Torreón en vez de a Veracruz y de esas muchas otras, algunas graves. Tío Teo ya viejito, era muy callado.
Pues sí.Son discusiones interminables, inútiles, cuando uno de los que participan no acepta ningún argumento contrario; no oye o si oye, antes que reflexionar en lo que le dicen, piensa en cómo rebatirlo, pues su intención es imponer su criterio.
La cosa importa en la cosa pública, si tomamos en cuenta que la política, su ejercicio, supone discutir, intercambiar criterios, aportar información, defender puntos de vista y tomar decisiones.
Por eso se construyen espacios dedicados a discutir, en el Poder Legislativo los grandes salones de las cámaras de diputados y senadores; en el Poder Judicial, un salón de plenos donde discuten once ministros, aparte de dos salas para cinco de ellos, en las que se discute cada caso bajo su responsabilidad, para llegar a resoluciones; en el Poder Ejecutivo, la presidencia, los gobernadores, los secretarios del gabinete legal y los titulares del gabinete ampliado, tienen salas de juntas y despachos en que toman acuerdo con sus subordinados y sus asesores, que si nomás les dieran órdenes a telefonazos bastaría.
Así las cosas, cuando un político con mando toma decisiones y da órdenes sin discutirlas ni considerar ninguna opinión, crece la posibilidad de que meta más la pata que aquél que consulta y oye expertos.
Lógico.Nuestras leyes, a la vista de la enorme responsabilidad que significa ser titular del Poder Ejecutivo, disponen que para que valga un decreto presidencial, sobre asuntos de su competencia en los que le toca tomar decisiones, vaya firmado por el secretario del ramo o el titular de la materia; y que necesita la aprobación del Poder Legislativo para modificar leyes; en pocas palabras: se obliga a discutir, para llegar a acuerdos no para disfrutar los placeres inicuos de la esgrima verbal.
En aquellos viejos tiempos del PRI imperial, el Presidente de la república era más poderoso que Luis XIV, el Rey Sol, del que dicen que dijo (nunca lo dijo), “el Estado soy yo”; en serio, mucho más poderoso y sin embargo, consultaba a los secretarios de su gabinete, a los líderes de las grandes centrales sindicales, a expertos, intelectuales y personajes de la vida política de entonces.
Por eso parecía que jamás se equivocaban: ordenaban que el Sol saliera, antes del amanecer, no al anochecer. Y cuando se equivocaban, la clase política sabía que compartía la pifia.
Esos señores escuchaban con atención y no raramente se abstenían de decir qué les parecía mejor, preguntaban sobre algo, oían y para cuando abrían la boca nadie se enteraba si eso que estaban mandando era lo que originalmente habían pensado hacer.
Otro día con tiempo, le cuento por qué le consta a este junta palabras, de tres de esos gallos.Como sea, es bien sabido que el menguante Presidente que hoy tenemos (otros 91 días sin contar hoy, ¡que nervios!), es de esa laya de los del club del “no oigo, soy de palo”.
No lo oculta. Como su pecho no es bodega, ordena en público a los legisladores que a sus iniciativas de reformas legales o constitucionales no se les cambia ni una coma; y defendiendo alguna de sus ideas, soltó aquello de “y no me vengan con que la ley es la ley”. ¡Vaya!Esa manera de ejercer el poder merece estudios psicológicos y hasta psiquiátricos (no es grosería, es la verdad), y ya podríamos ir pensando en organizar una peregrinación masiva a la Basílica de Guadalupe, para agradecer a la Morenita del Tepeyac, que el país no se embarrancó, aunque el estilo personal de este Ejecutivo, deja para el análisis de la historia, algunos centenares de miles de muertos, no solo por la política esa de los abrazos a los delincuentes sino por el desastroso manejo de la pandemia, sosteniendo contra toda evidencia al doctorcito López Gatell, que decía lo que él quería oír (y si de 300 mil muertes evitables se trata, esa terquedad es criminal).
En fin.Ahora y por tener tan cerca la fatídica fecha en que dejará de hablar (verbo que resume sus actividades presidenciales), está necio en que se apruebe la demolición del Poder Judicial que propuso con su iniciativa del 5 de febrero pasado.
Supone tener la necesaria mayoría calificada en el Congreso, aunque al menos en la Cámara de Senadores, todo indica que no la conseguirá, pero tal vez él sepa algo que no sepamos y tenga en el bolsillo los votos necesarios, votos efectivos… en efectivo.
Lo que más preocupa de esa iniciativa es que sean elegidos por votación popular todos los jueces, magistrados y ministros, porque según él, así se eliminará la corrupción en ese Poder.
El Presidente defiende su propuesta diciendo que “el pueblo se equivoca menos” (¿menos que quién?), y “que el pueblo decida, elija, mande”.
¡Perfecto!, como no hay ni esperanzas de que cambie su criterio, entonces recurramos al método Mariquita: darle la razón, pero en serio:Que el pueblo decida, elija, mande, quienes van al gabinete de doña Sheinbaum; hay buen tiempo en septiembre para aprobar la ley que obligue a su sucesora a someter al pueblo esos nombramientos, al fin que “el pueblo se equivoca menos”.
En una de esas, don Noroñas sale elegido Secretario de Relaciones Exteriores; Paco Ignacio Taibo, de Educación; Andrés Manuel López Beltrán (Andy), de Hacienda; López Gatell, de Salud (cincho); y el propio López Obrador (no hay impedimento legal), sería un magnífico Secretario de Seguridad (o si no, de la Función Pública, para que combata la corrupción como él sabe).
Si nosotros los del peladaje tenemos la calificación necesaria para elegir a jueces, magistrados y ministros, igual podemos elegir gabinete, sin miedo al suicidio.