SR. LÓPEZ
Allá por los años 40 del siglo pasado, arrasó la ganadería del país la fiebre aftosa. Para contener el contagio del mal se usó el rifle sanitario, sacrificar los hatos. A eso fue a Autlán una brigada del gobierno federal con un piquete de soldados. Se entrevistaron con don Chelo, tío de la abuela Elena, viejo de gran vientre y mayor sabiduría que fungía de Alcalde, quien los escuchó, les dijo que a él le parecía muy bien pero que volvieran al otro día a explicarle a don Tomás. Los fuereños no entendieron y tío Chelo les dijo: -El Alcalde soy yo, el que manda es don Tomás y él que mandaba los mandó de regreso por donde llegaron. Cosas de pueblo.
Los amateurs del poder cuando desempeñan cargos públicos, actúan como si el sillón de su escritorio los dotara de atributos mágicos por vía rectal. Ese potente efecto se atribuye a La Silla presidencial. No es cierto.
Los profesionales del poder, los que sí saben, asumen que el poder deriva de varios factores. No basta cumplir con los requisitos formales, el principal de ellos, en el caso de los puestos de elección popular, ganar las elecciones, sino que deben contar con el apoyo de los poderes fácticos, esos grupos que en los hechos influyen en la vida pública y pueden impulsar o frenar un gobierno, fortalecerlo, debilitarlo o peor.
En México es conseja popular que el Presidente es todopoderoso. Y sí, eso parece. Truena los dedos y aparece de la nada un ayudante. Alza la ceja y le sirven café. Se pone los zapatos y suena una trompeta. Cita y van. Veta y se esfuman. Se le obsequia solemnemente con todos los símbolos externos del poder. La parafernalia completa del ritual político, lo nimba con la aureola de los que encarnan eso tan misterioso, el poder y es ilusión.
El Presidente en México al cambiar y crear leyes, al zurcir la Constitución, al disponer el destino de la hacienda pública, en resumen: al decidir el curso nacional, debe respetar los intereses de los poderes fácticos so pena de enfrentar dificultades que lo lleven al estancamiento o fracaso de sus proyectos, o a la ridícula impotencia del poderoso que no pudo.
En el siglo XIX los poderes fácticos eran los peninsulares y criollos adinerados, el ejército y la iglesia. Con la Reforma, la iglesia perdió su inmenso poder económico pero conservó su influencia pues la población siguió siendo creyente. En el siglo XX, eso que llamamos Revolución Mexicana, rehízo esa estructura informal de los poderes fácticos: la iglesia probó con la Guerra Cristera que era mejor tolerarla; el ejército se disciplinó por convicción y Joaquín Amaro mediante; la clase adinerada del viejo régimen aceptó su súbito empobrecimiento y surgió otra, al amparo del régimen de la Revolución.
Así las cosas, el presidencialismo todo terreno de los tiempos dorados del PRI (1930 a 1990, más o menos), era sostenido por una trama de poderes fácticos constituidos por una dirigencia partidista en la que tenían representación los reales liderazgos nacionales y locales, más las grandes centrales campesinas y sindicales (el corporativismo obrero); también, pero con la discreción del caso, las cúpulas empresarial, financiera y la jerarquía católica; los militares desde la presidencia de Manuel Ávila Camacho (1940-1946), se abstuvieron de participar en política, ratificaron su institucionalización al servicio del país pero no perdieron su derecho a ser escuchados, escuchados con mucha atención, faltaba más.
Como pecado solitario y secreto, el régimen de la Revolución aceptó a querer o no, le gustara o le pudriera el hígado, dos poderes fácticos más: en primerísimo lugar el gobierno de los EUA que a fin de cuentas inclinó la balanza a favor de Venustiano Carranza, al organizar la Conferencia de Washington en la que el 9 de octubre de 1915, los Estados Unidos, Uruguay, Argentina, Chile, Brasil y Bolivia, reconocieron a don Venus como gobernante legítimo de México; sin eso y sin el apoyo yanqui a los Constitucionalistas quién sabe cuánto más hubiera durado la sangría. Y en segundo lugar al capital extranjero afincado en el país, representado por eficaces personeros.
El poder fáctico de los EUA en los asuntos nacionales fue discreto y se ejerció bajo cuerda hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando el tío Sam se quitó la máscara y nos metió al redil para luego en la Guerra Fría, ya exigir y conseguir la alineación de México a sus intereses; era irremediable, México no se puede mudar de continente. Pero los tiempos cambian y el reacomodo económico-comercial mundial que llamamos globalización, impuso nuevas condiciones que permitieron a México a la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio, el 1 de enero de 1994 (hoy es el T-MEC), conseguir trato de igual con los EUA, regulado legalmente.
Ese tratado dislocó el arreglo de la política nacional. El país participaría en el concierto mundial, sí, pero no con su democracia de cartón piedra: elecciones legalitas, derechos humanos en la Constitución, Poder Judicial efectivamente soberano y más cosas. Por ese reacomodo mansamente el PRI entregó el poder al PAN y lo recuperó para volver a entregarlo, ahora a Andrés Manuel López Obrador, que Morena no ganó, ganó él.
Pero hoy en México a diferencia del pasado, los principales poderes fácticos, los EUA y el capital nacional y extranjero, no necesitan embozarse, han firmado tratados y contratos apegados a Derecho y nuestras leyes. Sus exigencias son legales y sí, legítimas.
Este Presidente en realidad es un aficionado en eso del poder y el gobernar, por eso cree que es cosa de poner la pata dura, para recuperar la presidencia imperial de hace 50 años, la del lenguaraz Luis Echeverría. A ello obedece que exija lealtad ciega y que toda crítica lo ofenda; por eso su impúdico enfrentamiento con el Poder Judicial para bajo amenaza, conseguir que no proteja la ley a los inversionistas de la industria eléctrica.
Ya se va a enterar por las buenas o por las otras, que ya no es al gusto, es menú de comida corrida.