SR. LÓPEZ
La tentación de lo simple: derecha-izquierda, liberales-conservadores, ricos-pobres, pueblo-élite, Chivas-América.
No se explica el futbol nacional con la dicotomía Chivas-América. La realidad, la de nuestro país y cualquier otro, no se agota en simplificaciones simplonas como burguesía y proletariado, explotados y explotadores, honrados y ladrones, buenos y malos. La realidad de toda sociedad es compleja, infinitamente compleja.
Si la realidad fuera simple no harían falta jueces, bastaría la ley escrita aplicada al pie de la letra por los fiscales, pero la gama de circunstancias, matices, dirimentes y agravantes de los hechos reales, hace indispensable la ponderación de los magistrados, para emitir en cada caso la sentencia singular que parezca más justa.
Toda sociedad es la articulación de las individualidades que la componen y cada individuo tiene dos vidas, la íntima en que nadie tiene derecho a entrometerse y la social en que nadie es ajeno a lo colectivo, normado esto por las costumbres y leyes que atajan el comportamiento de cada quien respecto de los demás. Si cada persona es un embrollo andante, cientos, miles, millones de personas, son una maraña inextricable de intereses, inclinaciones, preferencias, vicios, virtudes y esa la materia de la política, entendida como conducción de los asuntos públicos, gobierno de la sociedad.
Por eso importa que se haga política desde, con y para la realidad verdadera, complejísima, pues las propuestas políticas fincadas en la utopía reduccionista de lo simple, son ilusorias, engañosas y hasta calamitosas.
Otra simpleza es considerar que la democracia vacuna a la sociedad contra la llegada al poder de corruptos, ineptos o mensos. No. Como en democracia se accede al poder consiguiendo el apoyo de la mayor parte posible de la gente, es caldo de cultivo para demagogos, embusteros y embaucadores, que consiguen el triunfo electoral a condición de que sean carismáticos, sepan decir a la masa lo que quiere oír, aparenten tener solución a todo y de la mayor importancia, descarguen a la gente de toda responsabilidad de los males que padece, provocados por esos que conforman la élite establecida, enemigo común que su paladín vencerá.
Por economía de palabras a esos falsarios de la cosa pública se les llama populistas, con la ventaja de que el término acomoda a cualquier ideología o corriente política, aunque es justo decir que no por ser popular un político es populista, que la condición para serlo es la irrealidad de sus propuestas de imposible cumplimiento.
El populista más frecuente en nuestra América Latina maneja un discurso socialista que acomoda bien a la pobreza que aqueja a grandes grupos sociales.
Este nuestro populismo tropical una vez que ha conseguido instalar el victimismo en la mente de la masa, fomenta en ella el odio al mérito y atribuye a toda fortuna -o el simple bien pasar de las clases medias-, un origen corrupto que dañó a todos. De eso, la estigmatización del éxito, la canonización de la mediocridad presentada como justa medianía.
El populista en países pobres o en vías de desarrollo, en tanto sus propuestas y proyectos se muestran como fantasías impracticables, insiste en la utopía que habrá de resolverlo todo y por lo pronto, pregona una igualdad rencorosa, hacia abajo, reino de la envidia, ante la imposibilidad de transformar la realidad con la sola fuerza de su voluntarismo.
De ahí el alarde de una austeridad personal, muchas veces fingida, para justificar la austeridad impuesta a la masa -en servicios públicos deficientes y falta de oportunidades-, y a los funcionarios con recortes salariales que prueban que si el pueblo es pobre, el gobierno también, quedando al paso del tiempo integrado por mediocres o fanáticos, cuando no por expertos en corruptelas.
Esos populismos machacan su discurso simplón, cultivan sin pausa la expectativa de logros que el simple paso del tiempo prueba imposibles, y recurren con descaro a la negación de la realidad, instalando en la masa la idea de que todo lo que se aparte de la utopía propuesta es traición no al líder sino a la gente misma, dividiendo a la sociedad entre leales (y obedientes incondicionales) y traidores. Con el pueblo o contra él, que en realidad es conmigo o contra mí.
El populista ante el desgaste de su discurso se convence que todo podrá conseguir, silenciando la crítica, atacando al disidente, exigiendo de sus subordinados obediencia ciega, confiando en que la inconformidad creciente de los que está salvando, acabará por desaparecer conforme se acostumbren a la medianía.
Se identifica al populista entre otras cosas, porque habla en pasado y futuro; en presente, no, es molesto por su carga de realidad tan incómoda, en tanto que el negro pasado permite reafirmar la utopía y el luminoso futuro es siempre indeterminado. Por eso hablan con adjetivos y adverbios (como detectó agudamente Antonio Escohotado), evadiendo los sustantivos. No hay populista que no sea maestro del insulto, la adjetivación y la alteración adverbial de los hechos y las acciones.
Son de temer los populistas sanguinarios. Los demás, quedan siempre en anécdota.
Conviene aceptar serenamente algo: los populistas no llegan al poder como un accidente de la naturaleza, no son un sismo ni una erupción volcánica, al menos en América Latina son resultado de la desesperanza acumulada de muchos que mucho tiempo toleraron inermes una vida de privaciones y dificultades.
Más nos vale en México aprender la lección, más nos vale que los partidos políticos que han tenido el poder, acepten que dejaron sin atender problemas sociales muy graves.
Nos molesta a muchos el discurso actual del gobierno y sus corifeos, que divide y engaña con medias verdades y mentiras de tomo y lomo, de acuerdo, pero la solución no es restaurar lo que nos puso en estas.
Y esa es la única aportación que este menda concede al régimen actual: haremos las cosas mejor aunque sea solo por el santo temor de Dios que nos han metido bajo la piel.