23 de noviembre de 2024

La Feria: Mayoría infame

Sr. López
Este menda, desde su muy remota infancia, desconfió de la democracia. En el centro de adiestramiento en que fue domado (otros niños le decían ‘casa’), al llegar el fin de semana, invariablemente se nos preguntaba a los menores que queríamos hacer, sin alterar nunca lo que decidiera el alto mando (‘papás’, parece que les decían otros). Dura la vida.

En democracia la mayoría manda. Es la regla de oro: los más deciden, los menos apechugan. “Vox populi, vox animalia” (disculpe usted).

Pero eso no significa que necesariamente la mayoría acierte o haga lo correcto. No. Solo significa que manda. Si anda con ganas de quebrarse la cabeza, busque en internet la “Paradoja de Condorcet”. La mayoría a veces es puro cuento.

Se usa eso de la autoridad de la mayoría para cuando menos reducir el número de asuntos decididos a cuchilladas. En el siglo VI a.C., se le ocurrió a Solón instalar en la antigua Atenas una asamblea (la ‘ecclesia’), que ponía a votación los asuntos más gordos. En la Roma clásica, el Senado decidía así las cosas y lo mismo para asuntos judiciales en los que siete jueces decidían por mayoría, claro, quien se iba a su casa y quien era azotado, desterrado (o crucificado). La iglesia católica, fiel a sus antecedentes en el Imperio Romano, siempre recurrió al método de la mayoría, nada más que para decidir qué quiere o cuál es la voluntad de Dios (no se andan con chiquitas), lo llamaban ‘jeirotoneo’ (alzar la mano, en griego), ‘maior pars’ (parte mayor, en latín), ‘vocum pluralitatem’ (voz de la pluralidad, o algo así, en latín también). Pero si se fija, nadie le llamaba ‘mayoría’.

La palabra ‘mayoría’ en el sentido de que en sociedad el grupo mayor toma las decisiones y el menor las acepta, apareció hasta el siglo XVII (1689, si es usted preciso), en los ‘Tratados sobre el Gobierno Civil’, de John Locke (que publicó en 1690 y anónimamente, no fuera el Rey a molestarse y le cortara la cabeza porque, en pocas palabras, refutaba el Derecho Divino de los reyes a hacer lo que les viniera en gana). Aquí que quede, tampoco es cosa que le importe mucho a nadie. Bueno.

Sin embargo de lo bien que parece eso de que la mayoría manda, no estorba reflexionar en decisiones del todo equivocadas o injustas, tomadas por mayoría. Le ahorro repetir el ejemplo clásico de los poderes dictatoriales que el Reichstag (el parlamento alemán), le otorgó a Fito Hitler, haciendo perfectamente legales su dictadura y sus barbaridades, tanto que para cuando fue declarado legalmente muerto por un tribunal alemán en 1956 (once años después de terminada la Segunda Guerra Mundial), el monstruo no tenía ni una acusación por ningún delito; y vaya que podían haberlo juzgado en ausencia (no había constancia de su muerte), en el Tribunal Militar Internacional (el de Nuremberg), como hicieron con su asistente personal Martin Bormann, condenado a ser ahorcado ‘in absentia’ (¡ah, bueno!).

Un monstruo aún mayor, Pepe Stalin, dictador indiscutido de Rusia de 1924 a 1953 (hay quien cuenta desde 1922, no haga caso), validaba sus decisiones muy equivocadas y algunas hasta infames, en las conferencias del Partido Comunista cuyo Comité Central y sus asambleas, le aprobaban todo por unanimidad, muertos de miedo.

También grandes mayorías aprobaron la persecución de los judíos en la Europa del Medioevo y después también los ‘pogromos’ hasta bien entrado el siglo XX y tales atrocidades con la más entusiasta aprobación de la masa que constituye una mayoría infame.

Dirá usted que eso es ir muy lejos, que estamos hablando de las mayorías electorales y legislativas que validan los actos del gobierno que lo es por decisión mayoritaria. Tiene razón.

Una última referencia a la muy civilizada Europa que en su tan alabada Revolución Francesa creó el Tribunal Criminal Extraordinario, aprobado por su Convención Nacional en 1793, para decapitar le-ga-li-to a cerca de 45 mil, entre nobles, clérigos y enemigos políticos, así, sin mayor trámite, pero aprobado por la mayoría de la Asamblea, sí señor.

Revisemos ahora una estampa nacional: la pérdida de más de la mitad del territorio nacional, que se nos enseña nos lo robaron los yanquis. No es cierto.

El 2 de febrero de 1848 es la fecha del Tratado de Guadalupe Hidalgo, que firmaron tres mexicanos (tres), Luis G. Cuevas, Bernardo Couto y Miguel Atristain, vendiendo a los EUA -en 15 millones de dólares-, ese inmenso territorio, casi dos millones 400 mil kilómetros cuadrados. Buen precio.

Luego, el entonces Presidente de la república, Manuel de la Peña y Peña, se lo presentó al Congreso para que le dieran validez y se terminara la invasión yanqui. Discutieron 12 días, unos diciendo que estaba de rechupete el trato y otros diciendo que mejor nos lo robaran para poder reclamar después.

La Cámara de Diputados lo aprobó con 51 votos a favor y 35 en contra. Pasó a la de senadores, lo autorizaron 33 honorabilísimos senadores y cuatro se opusieron.

O sea, cerca de 10 ó 12 millones de mexicanos, chiflando en la loma (el primer censo de población ya con México independiente, fue en 1895, y arrojó casi 12 millones y medio de alegres tenochcas). Esa “mayoría” de 51 diputados y 33 senadores, cercenó la república, le-ga-li-to.

Ahora, Morena y asociados, nos van a tasajear la Constitución, también legalito. Tienen la mayoría, aunque sea realmente minoría de mexicanos. A brocha gorda: votó solo el 61% de los electores; de esos, el 54.7% por Morena & Cía. dándole 273 diputados que con maromas leguleyas, serán el 74.6%, esto es: 373 diputados; y por senadores del partido ya hegemónico, votó el 46.87% (la raza NO les dio mayoría calificada en ninguna de las cámaras, nótese), pero ya debidamente manoseado el proceso, tendrán 82 senadores, el 64.06%, insuficiente para aprobar los adefesios en curso, pero ya conseguirán los cuatro que les faltan para tener los dos tercios del total de 128 senadores.

Como sea, 373 diputados más 86 senadores son nada frente a 130 millones de pobladores. Otra vez una mayoría infame.

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