25 de noviembre de 2024

Galimatías: Las aguasmalas

Ernesto Gómez Pananá

Como en otras ocasiones, hoy, el Galimatías se torna deportivo pero además personalísimo, para traer a cuento y compartir una historia que muestra el inexorable paso del tiempo y la maravilla que es la vida. La primera parte se trata además, de una historia repetida entre amigos durante docenas de veces pero que apenas hoy la conocerán mis tres amables lector@s.
Apolonio Castillo nació en Guerrero, fue nadador olímpico en los juegos de Londres 1948 y Helsinki 1952. Su pasión era el agua. Después de concluir su carrera olímpica se dedicó al buceo libre, su otra pasión. Apolonio murió a causa una descompresión brusca, a la edad de 35 años y durante muchos tiempo, en el puerto de Acapulco se celebró un torneo de natación en su memoria.
En 1987, viajar de Tuxtla Gutiérrez a Acapulco implicaba forzosamente viajar a la Ciudad de México y de ahí al puerto, y hasta allá fuimos la Maestra Amanda -mi entrenadora-, el profe Salvador, Sandra Anzueto, Jesús Sánchez y este columnista semanal. Nada mejor que el desconocimiento total para tomar riesgos, y eso hicimos, viajamos en autobús a la capital del país, llegando ten mamis el metro de TAPO a Tasqueña y ahí nos embarcamos en un Gran Turismo Estrella de Oro. Siete horas por la carretera antigua. Mareos y malestar general. Un suplicio. Pero allá estábamos, por primera ocasión en nuestra vida en Acapulco, para nadar cinco kilómetros en ese oleaje crispado de Caleta.

El punto de partida era justo en el lugar en el que Apolonio Castillo realizó su última inmersión, bahía afuera, en mar abierto. De ahí a la meta en algún embarcadero que 35 años después he olvidado. ¡Todos al agua! Indicó el juez al llegar al sitio y allá saltamos los tres muertos de miedo -o al menos yo si, no pondré aquí sentires de mis dos camaradas temerarios-, el agua agitada, el sol a tope, y las aguas malas, modo en el que los lugareños denominan a las medusas que nos quemaban y nosotros, primerizos en eso de competir en el océano, sorprendidos y asustados no sabíamos qué eran, solo sentíamos el ardor en la piel al rozarlas. No importaba. Lo relevante era, cuál náufragos, alcanzar la tierra firme.
Habremos sido unos ochenta nadadores, 48 varones y 29 mujeres más dos chiapanecos y una chiapaneca entusiasmados de conocer Acapulco literalmente desde la orilla externa y cruzarlo a nado hasta la playa. Pioneros de nuestro deporte: como en tantas otras ocasiones más, ciertamente no ganamos, pero ah cuánto aprendimos y cuantísimo más nos divertimos.
Iniciada la ruta, el pelotón se fue alargando y habrá sido a los diez minutos cuando mi compañero Chusito, el otro avezado chiapaneco paró y me preguntó para dónde debíamos dirigirnos. Respondí desde mi completa ausencia de referencias de Acapulco y desde mi desde entonces limitada inteligencia geográfica: allá hacia dónde está esa palapa, respondí, aunque en el fondo mentía. Estábamos perdidos en mitad de la bahía, flotando con tanta valentía como ignorancia.
No contábamos, ni Chusito no yo, que minutos antes de iniciar la ruta, un trasatlántico de grandes dimensiones -o al menos así lo veíamos estos tres nadadores provincianos cero millas- había ingresado a la bahía, para tomar posición a un costado de la meta. Era como un elefante en la sala que cambiaba cualquier referencia que hubiésemos podido tener previamente.
¿El resultado? Una ruta en un caótico zigzag del que con acuático pundonor salimos adelante, para llegar a la meta una hora y quince minutos después. Si la memoria no falla, Sandra terminó algunos minutos más tarde, menos perdida pero eso si, aniquilada por tanta aguamala. Un desastre del que con frecuencia nos acordamos también con alegría.
Luego de Acapulco vinieron más eventos, algunas victorias, muchas más fracasos y miles de kilómetros de entrenamientos. Para mi, más de quince años de recuerdos en el agua. La vida siguió. Nadar fue mi vida y mi prioridad la mitad de la primaria, la secundaria, la prepa y la universidad. Ahí sembré hermandad, amistades y querencias entrañables que conservo hasta hoy en día. Las competencias quedaron atrás, hasta ayer:
Junto con el multimentado Chusito volvimos a ese gran arrebato que le hace a uno latir el corazón acelerado y respirar hondo previo a tirarse nuevamente al agua: cinco kilómetros en la Laguna Bacalar. Tremendo. Creí que lo había olvidado pero no: lo llevo tatuado en las neuronas y en los músculos. Es como una ola que impulsa.
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Oximoronas 3
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