ERNESTO GÓMEZ PANANÁ
Juan José de Los Reyes se llamó. Trabajaba en una mina en una mina en Guanajuato. Se distinguía por la dedicación y disciplina en su oficio. Tanto que llegó a oficial barretero.
Juan José pudo tener por único destino el trabajo en la mina. Habría muerto joven de alguna enfermedad en los pulmones o la sangre: consecuencia laboral. Pero no, a Juan José se le pusieron en medio un cura, un estandarte y una causa que lo llevaron a abandonar la mina y a unirse al Ejército Insurgente que comandaba Hidalgo. Era un soldado aguerrido y valiente, un enemigo de Carlos IV y un promotor de la Nueva España independiente. Juan José pasó a la historia y doscientos años después sigue presente: lo conocemos como El Pípila.
La versión de libro de primaria que casi todos conocemos es que El Pípila se cubrió la espalda con una loza, se acercó a la enorme puerta de madera de la Alhóndiga de Granaditas y le prendió fuego. La versión más rigurosa de la historia precisa que nuestro temerario insurgente se cargó una roca de unos 25 kilos en la espalda, tomó unas varas de ocote y una antorcha y, en medio de la refriega se acercó a la puerta de aquel granero y resistió alrededor de diez minutos a que la madera prendiera. Un guerrero, un guerrillero, un héroe que cumplió un plantel concreto y breve pero importante y se retiró satisfecho. Objetivo cumplido, humildad. Se sabía sustituible y prescindible.
Casi dos siglos después, México ya era una nación independiente en proceso de consolidación democrática: era 1988 y el entonces partido prácticamente único enfrentaba la primera batalla en la que su preminencia no solo quedaba en duda sino que se había puesto en riesgo.
En ese entonces, ironías de la historia, no existían ni el INE ni su abuelo el IFE -esos que hoy se cuestionan tanto- y, vaya ironía adicional, las elecciones las regulaba la Secretaría de Gobernación, que encabezaba Manuel Bartlett y la Cámara de Diputados fue la caja de resonancia social y política de entonces. A aquella tribuna subieron, entero otros, tres actores que hoy son personajes: el primero, un tipo de casi dos metros que usaba botas, Vicente Fox; el segundo, de barba cana, que fumaba puro y que empezaban a llamar El Jefe. El tercero, subió a tribuna con dos costales de boletas a favor de Cárdenas presidente, quemadas y recogidas de un basurero. Mostraban, esgrimió, el fraude.
Para algunos este fue uno de los primeros momentos en el proceso de construcción del sistema de partidos y la democracia mexicana: De 1988 a 2018 pasaron treinta años y cinco presidentes, el derrumbe de un partido único y las presidencias azules. Todo y nada.
Hoy, el partido en el poder no es ni azul ni tricolor. Hoy es guinda y tiene todo, incluso los asegunes. Hoy, Morena y el presidente AMLO experimentan el natural desgaste de ejercer el poder, toman decisiones de gobierno y además, encaminan candidatos, con el gigantesco desafío de encaminar a aquellos que abonen a conservar el poder, aunque ello no siempre implique coincidencia en ideario. Ejemplo perfecto es el del tercer actor del párrafo anterior, el de los costales. Su nombre, Félix Salgado, también conocido como El Toro.
A su modo y manera, Félix Salgado lleva al menos treinta años trabajando por la democracia, casi siempre eso sí, cobijado en la nómina.
Hoy, en plena Semana Santa, las treinta monedas son el palacio de gobierno en Chilpancingo, el líder de la insurrección identifica al traidor pero no lo balconea. Hoy, el máximo favor a la democracia no está en unos costales de boletas no reconocidas. Hoy, el máximo favor que en Guerrero puede hacerse a la democracia es el de renunciar a las treinta monedas, haciéndose a un lado en silencio, reconociendo que se abonó en su momento, pero que la democracia no es cosa de nombres ni de personas y que nadie es insustituible en el camino de ser una democracia y un gobierno sólidos. Nadie. Tenga la antigüedad que tenga. Cada quien decide si es Pípila o Judas y si así es Feliz.
OXIMORONAS
Dejemos de lado el color y el ideario como filtros para elegir un candidato y votarlo. Pidámosle simplemente responder por escrito y profesionalmente a dos preguntas: Por qué quiere llegar a ese puesto y cuál es su plan de trabajo. Hay quienes no son capaces de redactar ni dos cuartillas. Me consta.